Días
grises azotaban la capital de Perú... Lima amanecía con un cielo nublado, empalidecido, triste y desolador, y se acostaba con el mismo cielo. No habían atardeceres multicolor, la primavera había llegado sólo como un nombre dedicado a unos cuantos meses, pero sin el amor en el aire, sin el color vibrando por doquier.
La caras se veían serias, frías, con la mirada caída... los cuerpos dejaban una enorme distancia entre ellos, no habían manos acariciándose, labios besándose, ni enamorados mirándose a los ojos.
Un hombre caminaba lentamente, con la mirada en el suelo, y las mejillas caídas, como si toda su vida hubiese estado enfadado y la mueca se le quedara grabada en las arrugas.
Una mujer veía el cielo y fruncía el ceño, la claridad la obligaba a arrugar la cara para mirar sin lastimarse los ojos. La calle se convertía en un vaivén de muecas, de máscaras construidas por un clima inhóspito, por montañas café... áridas.
Sólo las flores salían a saludar en pequeñas islas a lo largo de la ciudad, parques y jardines hermosamente verdes, con flores de colores vivos, intensos, como salidas de una floristería. Jardineros pasaban podándolas, abonándolas, regándolas... mimándolas. Eran la fuente de vitalidad de la ciudad, el color carente en el cielo.
Ese día amaneció como cualquier otro, gris claro, con un tinte de tristeza en el aire. Pero cerca del medio día empezaron a disiparse las nubes, dejando al descubierto un increíble cielo azul y un sol radiante, calentándome el rostro que había permanecido helado por mucho tiempo.
Esa tarde las muecas de los rostros se deshicieron cual hielo puesto al sol, y fueron apareciendo poco a poco las sonrisas, los besos, las caricias, los niños jugando en las calles, la vida escondida en sus interiores, que hibernaba protegiéndose del frío.